Como adultos, acompañamos a los niños en su desarrollo personal y trayecto vital. En este camino, podemos ir tejiendo una mochila llena de recursos y herramientas que les permitan ser personas libres, responsables y que sepan convivir en sociedad. Deseamos asegurarnos que podrán caminar solos por los caminos que elijan y con una mochila repleta de estrategias ante los imprevistos del camino.
Cualquier persona que esté educando, sabrá que educar requiere atención, dedicación e inevitablemente el establecimiento de unos límites. Pero… ¿Cómo me siento cuando aplico un límite? Partimos de la base que educar es un acto de relación, y no hay una única manera de hacerlo.
¿Y si tomo conciencia de la emoción que provoca en el otro la definición de mi límite? Sí, claro que desencadeno una emoción en el otro. A nadie le gusta que le den órdenes. ¿Alguien ha visto algún niño saltando de alegría cuando sus cuidadores le han dicho que tienen que marcharse del parque porque es hora de ir a bañarse y cenar?
Es bastante improbable que en una situación en la que nos encontramos contenidos, limitados, donde nuestros deseos se restrinjan, agradezcamos inmediatamente al otro su acción. Más bien, cuando hago evidente el límite, la otra persona se puede frustrar, enfadarse o rebelarse con nosotros, y entonces… para tratar de compensar nuestro malestar, podemos desplegar nuestro abanico de las mil explicaciones lógicas, razonadas y beneficiosas para el otro. ¿Qué haré con su frustración? ¿Negar que existe para no sentirme mal yo?… ¿permitir que la exprese? ¿Cómo hago para darle cabida a esta emoción pero al mismo tiempo mantener el límite que considero imprescindible en esta situación?
Démonos la oportunidad de romper con la culpa y el miedo a equivocarnos. Todos y todas lo hacemos a diario, es por eso que vale la pena reflexionar sobre nuestra manera de hacer. Sólo así podremos enseñar, a nuestros hijos e hijas y/o alumnado, que el error se permite, y se convierte en una oportunidad para aprender y crecer.
Habrá pues, encontrar maneras de acompañar para que los niños puedan sentir que cuando indicamos que hay que hacer algo, sea porque tiene una razón de ser, nos dirigimos a ellos con consideración, y respetamos sus necesidades y preferencias.
Os invito a hacer un ejercicio personal: cerrad los ojos y recordad como os definieron los límites vuestros padres o cuidadores principales. ¿Y vuestros maestros? Y ahora, me pregunto: ¿Qué emociones me genera mirarlo? ¿Qué fue más o menos útil?
Volvemos a la actualidad. Situémonos en el aquí y el ahora: pensamos en como la «mochila» de cada uno puede afectar a los niños con los que nos relacionamos.
Por un lado, si pongo límites en exceso, la criatura perderá la capacidad de experimentar, explorar y perderá oportunidades de aprendizaje. Seguramente lo hago porque necesito sentir el control de la situación, y la estaré guiando hacia la obediencia sin crítica posible.
Por otro lado, si renuncio a poner límites, estaría evitando actuar ante un conflicto, favoreciendo de este modo que el niño o la niña le cueste tolerar la frustración y, a menudo, muestre mucha impulsividad.
En ambos casos, el niño se sentiría muy confundido. ¿Podré sostener y acompañar la emoción que se genera en la criatura ante mi actuación?
En resumen, podríamos pensar en cómo poner límites de forma ecuánime y equilibrada, entendiendo que los límites ayudan a entender el mundo y son un acto de amor. El niño que pueda sentir y asumir que todo lo que quiere no es posible, sabrá buscar alternativas, y si conviene, sabrá ceder. Por lo tanto, tendrá más empatía con los demás, más habilidades relacionales y más capacidad de negociar y construir pactos.
No es necesario que defina muchos límites, sólo será necesario que sean claros y objetivos, anticipando las consecuencias sobre si se cumplen o no. Conectamos con lo que sentimos que es coherente con las normas y los valores compartidos en el seno de la propia familia y/o en la escuela, y transmitimos un aprendizaje en positivo, de aquellas conductas que realmente les sean útiles y adaptativas en este entorno . Una buena manera sería decir qué hacer, en vez de que no se debe hacer. Así: «Necesito que hables más flojito» (en lugar de «No grites tanto»). Unos serán negociables (como elegir hacer una actividad antes que otra) y otros innegociables (como agredir a alguien), pero lo importante es que los niños se sientan escuchados, reconocidos, y que realmente, seamos su ejemplo a través de nuestros propios actos.
Un artículo de:
Rebeca López.
Psicóloga y terapeuta familiar. Técnica del Programa Komtü.
Referencias bibliográficas
- Herrero, J. Libertad, límites y responsabilidad. Disponible online (consulta: enero 2021)
- Castellví, A. Educar Sense Cridar: Acompanyant els fills d’entre quatre i dotze anys en el camí cap a l’autonomia (2016).